Desafío y paradoja
JOAQUÍN ESTEFANÍA OPINIÓN
Desde la precampaña electoral de marzo de 2008, el asunto de la inmigración no había vuelto a salir a la calle.
Hasta que se vislumbran unos nuevos comicios, esta vez teniendo a los municipios y los Gobiernos autonómicos como protagonistas (empezando por el de la Generalitat catalana). En los intervalos sin elecciones no hay debate más allá del Parlamento con las reformas de la Ley de Extranjería.
Cuando el debate migratorio sale en procesión, casi nunca se destacan los efectos positivos que ha tenido para la economía española en la última década, sino que se subraya el factor de riesgo que supone para los derechos de los autóctonos y la competencia que se genera en los servicios y el Estado del bienestar. Además, en los sondeos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la inmigración es uno de los temas en los que los ciudadanos piensan que el PP es más eficaz que los socialistas, por lo que la derecha entiende que es un filón electoral.
En los dos últimos años el mapa ha variado; en 2008, las críticas del PP al Gobierno se basaban en la regularización masiva hecha en 2005 (que habría generado un fantasmal efecto llamada), en la crisis de los cayucos y en los factores de integración, que dieron lugar a que, primero CiU y luego el PP, demandaran un contrato de integración basado en el respeto de las costumbres de los españoles. ¿Cuánto tardará en volver a primera fila ese contrato?
Ahora torna el debate con el empadronamiento de los sin papeles, lo que les da derechos educativos y de sanidad. Las circunstancias de la inmigración en España son hoy muy diferentes como consecuencia de la crisis económica: menos flujos de entrada, retornos a sus países de origen, contracción de la demanda de trabajo e incremento del desempleo (en mayor medida que la media general), deslizamiento hacia la economía sumergida, aumento de la incidencia de la exclusión social, crecientes dificultades para hacer frente a las hipotecas contraídas y acusado descenso del volumen de remesas enviadas a sus lugares de origen.
El padrón, como ha recordado la Federación de Municipios y Provincias, es el reflejo de situaciones de hecho, y no de derecho, por lo que debe ser un registro de la realidad, con independencia de si la residencia de la persona es legal o ilegal, y del derecho que tenga para ocupar el domicilio en que viva.
Es inquietante que más de un lustro después del inicio de la llegada masiva de inmigrantes a nuestro país todavía no haya una política de Estado sobre la cuestión y corramos el riesgo, a la luz de su retorno al debate partidista en cuanto se asoman unas elecciones, de que cuando gobiernen los socialistas haya una política y cuando lo haga el PP, otra distinta.
Europa, y España, tienen un desafío atravesado por una paradoja: necesitan a los inmigrantes (la UE perderá en el próximo medio siglo 30 millones de trabajadores activos, por efecto del envejecimiento) y al mismo tiempo los temen.
Desde la precampaña electoral de marzo de 2008, el asunto de la inmigración no había vuelto a salir a la calle.
Hasta que se vislumbran unos nuevos comicios, esta vez teniendo a los municipios y los Gobiernos autonómicos como protagonistas (empezando por el de la Generalitat catalana). En los intervalos sin elecciones no hay debate más allá del Parlamento con las reformas de la Ley de Extranjería.
Cuando el debate migratorio sale en procesión, casi nunca se destacan los efectos positivos que ha tenido para la economía española en la última década, sino que se subraya el factor de riesgo que supone para los derechos de los autóctonos y la competencia que se genera en los servicios y el Estado del bienestar. Además, en los sondeos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la inmigración es uno de los temas en los que los ciudadanos piensan que el PP es más eficaz que los socialistas, por lo que la derecha entiende que es un filón electoral.
En los dos últimos años el mapa ha variado; en 2008, las críticas del PP al Gobierno se basaban en la regularización masiva hecha en 2005 (que habría generado un fantasmal efecto llamada), en la crisis de los cayucos y en los factores de integración, que dieron lugar a que, primero CiU y luego el PP, demandaran un contrato de integración basado en el respeto de las costumbres de los españoles. ¿Cuánto tardará en volver a primera fila ese contrato?
Ahora torna el debate con el empadronamiento de los sin papeles, lo que les da derechos educativos y de sanidad. Las circunstancias de la inmigración en España son hoy muy diferentes como consecuencia de la crisis económica: menos flujos de entrada, retornos a sus países de origen, contracción de la demanda de trabajo e incremento del desempleo (en mayor medida que la media general), deslizamiento hacia la economía sumergida, aumento de la incidencia de la exclusión social, crecientes dificultades para hacer frente a las hipotecas contraídas y acusado descenso del volumen de remesas enviadas a sus lugares de origen.
El padrón, como ha recordado la Federación de Municipios y Provincias, es el reflejo de situaciones de hecho, y no de derecho, por lo que debe ser un registro de la realidad, con independencia de si la residencia de la persona es legal o ilegal, y del derecho que tenga para ocupar el domicilio en que viva.
Es inquietante que más de un lustro después del inicio de la llegada masiva de inmigrantes a nuestro país todavía no haya una política de Estado sobre la cuestión y corramos el riesgo, a la luz de su retorno al debate partidista en cuanto se asoman unas elecciones, de que cuando gobiernen los socialistas haya una política y cuando lo haga el PP, otra distinta.
Europa, y España, tienen un desafío atravesado por una paradoja: necesitan a los inmigrantes (la UE perderá en el próximo medio siglo 30 millones de trabajadores activos, por efecto del envejecimiento) y al mismo tiempo los temen.
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