Los inmigrantes que regentan tiendas y otros negocios en Salt también se quejan de la ola de robos

La vida en Salt ha cambiado en los últimos años. Guste o no, esta localidad de 31.000 habitantes nunca volverá a ser como antes.

Basta pasear por sus calles para darse un baño de diversidad y mestizaje. Todas las etnias se concentran en esta pequeña población adherida a Girona, y son muchos los vecinos de toda la vida que han acabado abandonando la ciudad porque empezaban a sentirse extranjeros en ella.

Esta realidad se suma al aumento de los robos con fuerza que se ha registrado en los últimos meses. Un fenómeno que ha reconocido el propio ayuntamiento y que ha llevado a la alcaldesa a reclamar más ayuda a la Generalitat. Lo que no se dice tanto es que el aumento de la delincuencia también afecta de pleno a los inmigrantes afincados en la población.

«Hace unos meses rompieron la puerta del bar y me robaron todo lo que pudieron. Se llevaron la televisión, la caja registradora, los cartones de tabaco, el ordenador portátil... Todo. Puse una denuncia, pero no he recuperado nada de nada», se lamenta Barry, propietario del bar Fouta, situado a pocos metros del ayuntamiento.

La parroquia que frecuenta su bar está formada por una veintena de compatriotas guineanos que pasan allí las horas muertas de la mañana. El propietario asegura que en su local todo el mundo es bienvenido, aunque la clientela autóctona no abunda. «Vienen poco, pero no creo que sea por miedo a los extranjeros, sino porque aquí no conocen a nadie y no pueden relacionarse», explica el propietario.

Pequeño debate


Las preguntas sobre qué debería hacerse para garantizar la seguridad en Salt abren un pequeño debate. Mimoun, un albañil marroquí de 32 años, es partidario de expulsar del país al que robe.

Barry dice que lo único que hay que hacer es cumplir la ley española. Eso sí, «deberían cambiarse algunas normas para frenar el problema de los reincidentes». «No es normal que una persona que roba habitualmente no entre en la cárcel», opina. Los robos en los establecimientos próximos al bar de este guineano de 40 años también son frecuentes.

Hace poco desvalijaron en el locutorio de la esquina y entraron en una carnicería musulmana. «Atraparon al ladrón con una caja de productos en las manos. Lo llevaron a comisaría y al día siguiente ya estaba en la calle», cuenta Mimoun.

Atracos

Los inmigrantes tampoco son inmunes a los hurtos. La semana pasada les birlaron los móviles a dos jóvenes compatriotas del dueño del bar. «Fue ahí mismo, delante de nuestras narices», señala Barry, que todavía no se explica cómo los asaltantes tuvieron tanta sangre fría.

Mohamed Malek es un paquistaní de 40 años que vive en Salt desde hace una década. El año pasado, tras quedarse en el paro, decidió hacer un viaje a su país para visitar a su familia.
Cuando regresó tuvo una desagradable sorpresa: descubrió que una familia magrebí se había instalado en su domicilio. Sin pensárselo dos veces, denunció el caso ante los Mossos.
«Eso es una grave equivocación», explica Anna, una gestora inmobiliaria que atiende amablemente a los numerosos inmigrantes que acuden a su agencia, ubicada en pleno centro. «Si presentas denuncia, la ocupación queda oficializada y entonces no puedes echarlos hasta que haya una resolución judicial.

Lo mejor es vigilarlos y, el día en que no haya nadie en el piso, entrar y cambiar la cerradura para que no puedan volver a ocuparlo», comenta esta experta, que se ha encontrado ante ese problema en más de una ocasión.

Barry es tan tranquilo como el ambiente que se respira en su bar y, aunque Mimoun insiste, no logra hacerle comulgar con sus medidas drásticas. «Yo no sé qué haría para mejorar la seguridad. No creo que sea bueno poner un policía en cada puerta, me conformo con que sean tan eficientes contra la delincuencia como lo son al poner multas de aparcamiento», bromea.

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